“En realidad no era una cuestión de encuentro porque eso podría haber ocurrido en mil rincones de París”, en mil rincones de la profundidad del Danubio o en el único rincón del cuarto en el que él miraba por la ventana.
Como si el mirar por la ventana le diese la posibilidad de verla cruzar la calle, encendiendo un cigarrillo en el mismo momento en el que él lo encendía y así salir corriendo tras ella, bajar las escaleras con alas en los tobillos, para descubrir, al llegar al cordón de la vereda que ya se había ido, o que tal vez no había estado nunca cruzando la calle y que ese olor a tabaco ardiente, que dejaba la señal de su huidiza presencia, no le pertenecía, que era de otra persona que había pasado fumando, justo en medio de la calle, que tenía tanto olor a ella como tenía su recuerdo, como tenían los agujeros del toallón del baño a pesar de haber sido lavado varias veces.
Porque ella tenía esa costumbre, permanecía en cada cosa que hubiese tocado, en cada palabra recordada al azar o de tanto pensarla. De pensarla hasta no distinguir si era un recuerdo o una malformación de un recuerdo.
Perpetuaba su boca pintada de carmín, con los labios semi separados, como si sus dientes fuesen tan largos que no le permitieran cerrarla y el aire que le entraba y salía por la hendidura de sus dientes, produjera una música de violines en medio de un campo de lavandas y de lirios, entonces su lengua los humedecía para resaltar el carmín, dándole la imagen más bella que jamás se hubiese atrevido a soñar.
Todo se esfumaba por un bocinazo en medio de la calle, el cigarrillo de su mano ya consumido, como si fuese un reloj de cenizas, le avisaba que había pasado el tiempo, y el cristal de la ventana le mostraba su rostro, con una sonrisa enorme depositada en el campo de lavandas y lirios, que se desvanecía con la brisa de la realidad.
Tal vez, ella, en alguna parte, estaría pintando su boca y recordándolo con los cordones desatados y los jeans algo caídos, tal vez, le sonreiría al espejo, pondría el bello abrigo sobre sus hombros, y taconeando saldría a cenar, con alguna persona que seguramente tendría un Dupont para darle fuego.
Sintió el incansable ruido de sus pasos, que sonaban como llamadores de ángeles y de no tan ángeles, subiendo las escaleras y un golpe suave sobre la puerta le hizo sentir que su corazón aún latía, se acomodó la remera y salió a abrir. Sólo su olor estaba en el porch.
Ella, tenía esa costumbre, nunca terminaba de irse de los sitios en los que alguna vez había estado.
“En realidad no era una cuestión de encuentro porque eso podría haber ocurrido en mil rincones de París”
Julio Cortázar