lunes, 30 de enero de 2012

COINCIDENCIAS por GRACIELA RODRIGUEZ


Jorge y Juan tenían varias cosas en común. Sus nombres comenzaban con la misma consonante, ambos tenían el cabello rizado, uno rubio y el otro moreno. Habían nacido el mismo mes, el mismo año y en la misma ciudad, caminaban las mismas calles, los mismos lugares, reían y lloraban con películas proyectadas en el cine de la avenida principal, alentaban sus equipos de fútbol y sufrían antes las derrotas, compartían juegos con amigos y hasta se enamoraron de la misma chica, pero ninguno de los dos fue correspondido, situación que no dejó ningún rastro de rencor entre ellos.
Esa tarde los dos se sentaron el en mismo banco de la plaza.
¿Cómo comenzó la charla? ¿Quién sabe? ¿Por qué se dio así? Porque si, simplemente, porque si.
Uno dijo al otro como si estuviera frente a un confesor, que estaba harto de ser bueno. El otro como si estuviera delante de un espejo, expresó con cierto abatimiento que una maldad inevitable formaba parte de su ser y que estaba cansado de ella.
Entonces, a uno de los dos, no importa cual, se le ocurrió proponer que por una semana, sólo por una semana intentarían ser diferentes. Transcurrido ese tiempo, volverían a encontrarse, en el mismo sitio y a la misma hora para contarse experiencias y conclusiones.
Uno de ellos fue a la tienda donde habitualmente hacía sus compras, cargó la mercadería con rabia como queriendo lastimarla, varios niños giraban a su alrededor y sintió ganas de golpearlos, se apresuró lo mas que pudo y se dirigió a la caja. La mujer a cargo del cobro era mayor, hacía años que realizaba ese trabajo, su cuerpo era pequeño y estaba avejentado, sus canas ocupaban la mayor parte de su cabellera y una arruga infernal cruzaba su frente, su risa era ridícula y esa amabilidad constante hacia todos... Arrojó un billete sobre el mostrador que ella recogió con sus manos torpes y comenzó a buscar un vuelto que tardaba en aparecer.
Sus ojos se parecían a los de su madre, humillados, tristes, y sus manos nudosas le recordaban aquellas, que húmedas, se apoyaban sobre su frente cuando era niño y la fiebre lo aquejaba, cuando contaba sus monedas para comprarle ese juguete que él tanto quería, cuando lo abrazaba y le decía que lo amaba y él no podía devolverle ese beso porque su padre decía que no era de hombres...
La mujer puso sobre su mano unos billetes de vuelto y le “dolieron” como si le quemaran la piel. Salió de allí, sentía que se ahogaba, su pasado aplastaba su cabeza. Tuvo ganas de gritar, de “ser”, pero sabía que ya no “era”, pasó por delante de una vidriera y se sintió tan viejo...
El otro fue a la misma tienda, comenzó a cargar la mercadería, parecía que no estaban tan caras como las veces anteriores, tal vez hasta le alcanzaría para llevar ese postre rico que siempre miraba pero dejaba en la góndola para que otros lo disfrutaran. Delante de él un niño dejó caer un sachet de leche y él se apresuró a levantarlo, no quería que lo castigaran, las heridas duelen a través de los años y hay que vivir ocultando las cicatrices, porque no todos las comprenden.
Cuando acabó de hacer las compras se dirigió hacia la caja. La señora con la amabilidad de siempre le sonrió, y él por primera vez le contestó de la misma manera. Le ofreció el billete para abonar su compra y esperó pacientemente que la anciana encontrara el vuelto, miró con tristeza sus manos viejas y torpes, y fue entonces que recordó las de su madre, cuando con ellas cubría su cara para atenuar los golpes que le daba su padre, o cuando lo abrazaba siendo un niño para evitarle los castigos que ese hombre quién sabe por qué, le propinaba.
La mujer colocó el vuelto en sus manos y ambos se miraron a los ojos.
Salió a la calle, respiró profundamente, su corazón también lo hizo.
El día de la cita, los hombres volvieron a encontrarse, a la misma hora y en el mismo lugar, ninguno dijo ni una sola palabra. Se quedaron en silencio.

jueves, 26 de enero de 2012

LA DESPEDIDA por CRISTINA ZAMORA


Armando Casenave bebió el resto del café sacado de la máquina expendedora, se levantó del sillón detrás de su escritorio, tomó su maletín con sus cosas y se dirigió lentamente hacia la puerta mirando el piso de cerámicos celestes comido por negras huellas. Cuando llegó su mirada gris llena de amargura se posó en ella, colocó su mano en el pomo y agradeció mentalmente que no hubiera nadie a esa hora y poco a poco los recuerdos se fueron abriendo paso en tropel, acudiendo a su mente.
Se vio entrando por ella la primera vez con su cuerpo erguido, fuerte y con firmes pasos, con una sonrisa tibia en los labios y lleno de esperanzas.
Allí, en ese lugar, había pasado gran parte de su vida, años dedicados a colaborar en decisiones complicadas poniendo su impecable experiencia y conocimientos, con sus facultades siempre al servicio de una mejor eficiencia de la firma a la que pertenecía sin fatigarse nunca por las horas empleadas en beneficio de la misma.
Sentía que sus ánimos regateaban, abrumado, atormentado por los recuerdos de los días en que entraba y salía por esa puerta lleno de optimismo y confianza en sí mismo, escuchando el ruido de las máquinas de escribir y el murmullo de las voces que hoy sentía que se apagaban en el silencio que se alargaba, sintiendo húmeda el alma en ese día que venía acompañado por un cortejo de brumas y tenía la tristeza de un amanecer lloviendo.
Ahora, después de tantos años cargaba su maletín lleno de los espectros de sus sueños de juventud, y no lograba consolarse.
Era conciente de que no le había ido mal, progresó, lo aceptaron con afecto, lo respetaron y respaldaron, tenía ahorros más que respetables, su casa, su auto, una casa de fin de semana, y su familia siempre había disfrutado de un bienestar estable, sus tres hijos se habían graduado y ahora eran profesionales rectos, responsables y éticos, cada uno en su especialidad queridos y valorados.
Bueno, pensó, tendría que acostumbrarse, llegaría la primavera nuevamente y él buscaría un lugar oculto en un parque y trazaría una señal secreta donde escondería en una fecha su melancólico, tétrico y solitario abatimiento.
Abrió con decisión la puerta y un viento frío golpeó su cuerpo, por lo que se subió las solapas de su sobretodo y envolvió su cuello con la bufanda gris humo, pues el viento cortaba la piel de su rostro como el filo de un cuchillo.
Cruzó el umbral por última vez, cerró la puerta y se fue caminando prestamente hacia su auto, tendría que acostumbrarse… ¡se había jubilado!

Texto publicado en "De puertas y ventanas"

domingo, 15 de enero de 2012

EL REFLEJO por EDEL SGUAZZINI


Marchitas las horas
que paso postrada.
Malditos los días
Que pienso despierta.
El sol me acaricia,
lo veo de lejos,
pero no me alcanza.

Profundos momentos
Que nunca he vivido.
Castigos del cielo
que me han convertido
en este ser frágil
que ya no reconozco.

Pero desde aquí huelo
el perfume de las flores
y desde aquí siento
el frío de la lluvia
que golpea contra el vidrio
que cae sobre la ventana.

Conquisto en silencio
el sabor de tu aliento
y atino a salir,
a escapar del infierno
cuando el reflejo
me atrapa.

Poesía publicada en "De puertas y ventanas"