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domingo, 10 de mayo de 2015
LAS PALABRAS por SILVIA BALBUENA
Las palabras
“…sin embargo cuando lo perdió, no compartió con la familia el duelo…” del cuento “Los objetos” de Silvina Ocampo
Tenía objetos entrañables. Capturados en sus expediciones por los mares del mundo. Guardados de sus juegos infantiles.
Atesorados de entrañables regalos. Objetos que acariciaba con sus manos, con sus pensamientos, que engalanaba con sus sonrisas. No quería compartirlos, eran de ella, de sus momentos, de sus sabores y sinrazones. De sus ganancias y sus pérdidas. De sus albores y sus atardeceres. De sus historias.
Los fue guardando meticulosamente. Escondidos de las burlas de sus padres, de las sátiras de sus amigos, de las manos revoltosas de su hermano menor. Aislados del paso del tiempo. Eran testimonios de momentos, cuentas desenhebradas en sus laberintos, pasadizos de sus entrañas.
Pero un día los años la ganaron, espacios conocidos desaparecieron, miradas escudriñadoras se alejaron y los objetos perdieron su razón de existir. Y así, inexorablemente, como suceden las estaciones o los ciclos de la luna, sucedió: los objetos perdieron su materialidad. Y se transformaron en palabras, en un abstracto simbólico. En una entelequia que sólo le pertenecía a ella.
Hasta que un día, encontró que esas palabras que eran sus cenizas, empezaron a circular en ideas, en frases, en versos.
Necesitó escribirlas y así resultaron brasas, llamas, fuegos.
Las siente fuegos fatuos con sus contradicciones. Son una esperanza, una meta. O un desconcierto, un siniestro. A veces desea salir a capturarlos, los ve que se agarran a paisajes, se enroscan en sensaciones, se deshacen en gases violentos. Desea que esos fuegos fatuos no se le escapen, no la engañen, que la iluminen aunque sea tenuemente. Tiene miedo de mirarlos, que la enceguezcan, que la oscurezcan con su fugacidad. Que la rodeen y la ahoguen. Pero los necesita, los persigue.
A veces percibe que en el interior más ígneo de esos fuegos fatuos, arde la llama de lo perenne, del vencimiento de la muerte.
Sabe que los objetos transformados en palabras, textos, poemas, que aprendió a escribir y compartir, son eternos, perdurables, que vencen a las no presencias, a la muerte. Y que no tendrá necesidad de duelo ni dolor de ausencia. Las palabras y los fuegos seguirán allí.
viernes, 23 de agosto de 2013
RESIGNACIÓN por SILVIA BALBUENA
Atraída por
las voces de las cancionetas, emergió. Su sensual cola escamada, plena de olas
y de sales, brilló con tornasoles con la fuente plateada colgada en ese
infinito de terciopelo negro que no conocía. Movió su cabeza. Gotas de diamante
se deslizaron por su larga cabellera dorada y cayeron como sucesivas cuentas
sobre la roca en la que se sostenía. Confundiéndose en sus esplendores con las
iridiscencias de la mica.
Allá a lo
lejos, estaba el viejo barco pescador. Las redes tendidas buscando la presa
variada que dé sustento a la familia. Los músculos tensos sosteniendo las
cuerdas, acomodando los cajones, izando y replegando las velas. El gesto adusto
transformándose con las notas que emergían de sus voces.
Tuvo un deseo
intenso, irrefrenable: ver de cerca esos hombres que allá adivinaba. Tensos y
suaves. Rudos y mansos. Viriles y tiernos.
No sabía qué
hacer. Nadar hasta allí le iba a ser fácil, era su medio, su mundo. Podría acoplar
sus sonidos encantadores a la nostalgia de esos versos que escuchaba, encontrar
una mirada profunda para fundirse en la claridad y ternura de la suya,
amalgamarse en un hechizo de amor con sus senos esbeltos apoyados en el pecho
musculoso del pescador.
Pero supo,
inexorablemente como se saben las cosas simples y definitivas, que su cola era
su estirpe, su galardón, su raza. Y que ésa no podía ligarse en el crisol de
otra esencia.
No soñó más.
Desdibujó la luna, sorbió el mar de todos sus tiempos y se sumergió para
continuar en el mundo de los cuentos.
Allá en
cubierta, el pescador más joven, aquel en el que bullía el mundo de los sueños,
vio un destello en la negrura del mar. Y sin saber por qué, sintió un temblor
que, en medio de la inmensidad y la fuerza, le dijo que el amor y la pasión
existen.
domingo, 21 de abril de 2013
FRENTE A ÉL por SILVIA BALBUENA
Sábado de Semana Santa. Tarde de partido de Central.
Sola, tomo mi sillón amarillo y me voy a la playa en
la bella Mar del Plata. El sol y un viento a veces intenso del sureste acaricia
mi piel, dándole estímulos a mis pensamientos. Una bruma empieza a llegar del
mar y va desdibujando los edificios costeros, mi mirada también desdibuja ese
mar que me atrapa, me envuelve, me apasiona. ¿Por qué? Empiezo a bucearme
respuestas.
Ese ir y venir de las olas me mece, me lleva a mi
interior. Tal vez a mi yo más profundo. Tal vez rescato esas sensaciones de esa
etapa irrevelada de mi flotación en el líquido amniótico, cuando todavía el
vientre materno era el muro contra todos los dolores.
O ese flotar de yodo y sal de la atmósfera que acaricia
la piel, se mete en sus poros, la hace dorada, brillante, tersa, joven, atrapa
en ella los elixires de la eterna juventud.
Tal vez ese constante venir y volver de las olas a la
playa sea como un minutero que me da el ritmo del tiempo latido, vivido,
atrapado, perdido. O sus espumas que se esfuman en la arena sea la vida que se
difunde en desvanecimientos.
Busco el horizonte ¿Existe? Esa unión de azules, azul
de cielo, azul de mar ¿es verdadera? ¿es ilusión? Siento que el horizonte es la
vida misma, esa que vivo y observo, esa que late o que atrapo, esa que alcanzo
y pierdo, esa que parece un horizonte y es una utopía a la que quiero llegar y
sólo me sirve para caminar como dice Galeano, esa que tengo cercana y que se
aleja.
Esa sensación de infinitud viva del agua salada
moviéndose por siglos de igual manera, fiel a los designios de la luna, con una
fidelidad sagrada a las mutaciones y los ciclos, con una constancia sin
quiebres, con una permanencia de siglos, me envuelve. Tal vez quisiera meterme
para siempre en esa infinitud, ser yo en un mundo eternamente mío, ser
alta, soberbia, perfecta como Alfonsina
quiso, para merecer esa fidelidad y fundirme en esa infinitud.
Empiezo a caminar entre las dos escolleras, ahí donde
las olas terminan y la arena es la cuna permanente del agua. Me gusta que en
intervalos armónicos las olas me lleguen, me atrapen, me anuncien que el mar es
mío, que se deshagan en mis pies, me hagan cosquillas con las espumas
desarmándose. Es el placer de tenerlo, de ser yo y él. De que esa inmensidad se
me haga pequeña y mía. ¿Egoísmo? ¿Necesidad de fundirme en él?
Levanto una conchilla. Gastada por la fuerza sin
desmayos del agua. Con la cicatriz de la vida que una vez portó.
Transformándose en arena para continuar con el designio de su existencia. Al
tocarla siento su energía de ser. La aprieto fuerte, le doy mi energía, como si
la vida en ese momento se redujera a ella y yo, a esa conchilla tal vez de vida
lejana, tal vez de existencia centenaria, tal vez de futuro diferente…
Levanto un pequeño canto rodado. Esmeradamente liso de
un lado, mostrando orgulloso cómo el mar lo moldeó. E inesperadamente marcado
del otro, como si hubiera estado aferrado a un acantilado, a un coral, a un
fondo y el mar con su poderío lo arrancó y me lo trajo ufano a la playa.
También me dio su energía, también lo apreté fuerte y le di la mía.
Puse conchilla y piedra en la misma mano, los metí en
mi puño cerrado, les pedí un deseo y fuertemente los lancé al regazo del que
vinieron.
El mar, su movimiento, su inmensidad, su sin fin… fue
mío, sólo mío. Con toda su carga que siempre me embelesa.
martes, 19 de marzo de 2013
¿VANOS? por SILVIA BALBUENA
La vida…
Y la vida pasa. Y atrapamos instantes. Y soñamos otros
nuevos, o los mismos repetidos. Y nos aferramos a tablas que a veces nos
parecen seguras y a veces resultan de algodón.
Nos ensimismamos o salimos a vociferar. Callamos o
gritamos. Decimos plegarias o nos enfurecemos.
La vida...
Y mientras la vida pasa nos seguimos jugando, por lo
que creemos y lo que sentimos, por las pasiones y los deseos, por las
convicciones y las ideas, por las sensaciones y los sentimientos.
Y ahí están. Las sensaciones y los sentimientos. Nada
que la razón pueda gobernar. Nada que el alma no pueda sentir. Nada que se
escape de la piel y del corazón. Nada que venga de afuera, que nos digan, que
nos manifiesten, que nos aconsejen.
Las sensaciones y los sentimientos. Que brotan porque
sí. Que nos dominan y nos hacen débiles. Que nos invaden y nos hacen fuertes. Y
eso que sentimos, que vive en nosotros, que a veces no es lógico ni racional,
que a veces es vital y confortable, que a veces nos hace sufrir o penar. Que
nos mantienen vivos. ¿Pueden ser vanos? ¿Inútiles, vacíos, intrascendentes?
¿frívolos, ineficaces, superficiales, estériles? ¿imaginarios?
Seguro que no.
Las sensaciones y los sentimientos nos pertenecen, se
ahuecan en nuestro ser, estallan en nuestros sentidos, se derraman en nuestras
lágrimas, se contienen en nuestras células, se adosan a nuestra piel, emergen
de nuestra mente. Se enseñorean en nuestra alma, se tornan bullentes en nuestra
copa. Se ensoberbecen en nuestros latidos.
Y así el amor, el entusiasmo, la alegría, la tristeza,
las pasiones, los deseos, los aleteos de mariposas, los urgueteos de los
escarabajos, las desazones, las ansiedades, nos pertenecen, nos estallan, nos
mandonean… Dejémoslos brotar. Para eso somos. Para vivir, palpitar, soñar. Para
eso somos, para ser y para estar. Para eso somos, para sentir…
La vida nos lleva y nos trae. Nos llena de cosas y nos
vacía. Nos aturde con sus sonidos intensos y con sus silencios. Nos ilumina con
sus fulgores y nos invisibiliza con sus
opacidades. Nos da vista de lince para observar y cegueras para ocultar. Nos
llena la boca de gritos y de angustias silenciosas, de risas y de llantos, de
palabras bellas y de las feas.
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