jueves, 26 de enero de 2012

LA DESPEDIDA por CRISTINA ZAMORA


Armando Casenave bebió el resto del café sacado de la máquina expendedora, se levantó del sillón detrás de su escritorio, tomó su maletín con sus cosas y se dirigió lentamente hacia la puerta mirando el piso de cerámicos celestes comido por negras huellas. Cuando llegó su mirada gris llena de amargura se posó en ella, colocó su mano en el pomo y agradeció mentalmente que no hubiera nadie a esa hora y poco a poco los recuerdos se fueron abriendo paso en tropel, acudiendo a su mente.
Se vio entrando por ella la primera vez con su cuerpo erguido, fuerte y con firmes pasos, con una sonrisa tibia en los labios y lleno de esperanzas.
Allí, en ese lugar, había pasado gran parte de su vida, años dedicados a colaborar en decisiones complicadas poniendo su impecable experiencia y conocimientos, con sus facultades siempre al servicio de una mejor eficiencia de la firma a la que pertenecía sin fatigarse nunca por las horas empleadas en beneficio de la misma.
Sentía que sus ánimos regateaban, abrumado, atormentado por los recuerdos de los días en que entraba y salía por esa puerta lleno de optimismo y confianza en sí mismo, escuchando el ruido de las máquinas de escribir y el murmullo de las voces que hoy sentía que se apagaban en el silencio que se alargaba, sintiendo húmeda el alma en ese día que venía acompañado por un cortejo de brumas y tenía la tristeza de un amanecer lloviendo.
Ahora, después de tantos años cargaba su maletín lleno de los espectros de sus sueños de juventud, y no lograba consolarse.
Era conciente de que no le había ido mal, progresó, lo aceptaron con afecto, lo respetaron y respaldaron, tenía ahorros más que respetables, su casa, su auto, una casa de fin de semana, y su familia siempre había disfrutado de un bienestar estable, sus tres hijos se habían graduado y ahora eran profesionales rectos, responsables y éticos, cada uno en su especialidad queridos y valorados.
Bueno, pensó, tendría que acostumbrarse, llegaría la primavera nuevamente y él buscaría un lugar oculto en un parque y trazaría una señal secreta donde escondería en una fecha su melancólico, tétrico y solitario abatimiento.
Abrió con decisión la puerta y un viento frío golpeó su cuerpo, por lo que se subió las solapas de su sobretodo y envolvió su cuello con la bufanda gris humo, pues el viento cortaba la piel de su rostro como el filo de un cuchillo.
Cruzó el umbral por última vez, cerró la puerta y se fue caminando prestamente hacia su auto, tendría que acostumbrarse… ¡se había jubilado!

Texto publicado en "De puertas y ventanas"

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cristina: expléndido relato me encantó, felicitaciones
Graciela Rodriguez