viernes, 23 de agosto de 2013

RESIGNACIÓN por SILVIA BALBUENA

    Atraída por las voces de las cancionetas, emergió. Su sensual cola escamada, plena de olas y de sales, brilló con tornasoles con la fuente plateada colgada en ese infinito de terciopelo negro que no conocía. Movió su cabeza. Gotas de diamante se deslizaron por su larga cabellera dorada y cayeron como sucesivas cuentas sobre la roca en la que se sostenía. Confundiéndose en sus esplendores con las iridiscencias de la mica.
    Allá a lo lejos, estaba el viejo barco pescador. Las redes tendidas buscando la presa variada que dé sustento a la familia. Los músculos tensos sosteniendo las cuerdas, acomodando los cajones, izando y replegando las velas. El gesto adusto transformándose con las notas que emergían de sus voces.
    Tuvo un deseo intenso, irrefrenable: ver de cerca esos hombres que allá adivinaba. Tensos y suaves. Rudos y mansos. Viriles y tiernos.
    No sabía qué hacer. Nadar hasta allí le iba a ser fácil, era su medio, su mundo. Podría acoplar sus sonidos encantadores a la nostalgia de esos versos que escuchaba, encontrar una mirada profunda para fundirse en la claridad y ternura de la suya, amalgamarse en un hechizo de amor con sus senos esbeltos apoyados en el pecho musculoso del pescador.
    Pero supo, inexorablemente como se saben las cosas simples y definitivas, que su cola era su estirpe, su galardón, su raza. Y que ésa no podía ligarse en el crisol de otra esencia.
   No soñó más. Desdibujó la luna, sorbió el mar de todos sus tiempos y se sumergió para continuar en el mundo de los cuentos.

    Allá en cubierta, el pescador más joven, aquel en el que bullía el mundo de los sueños, vio un destello en la negrura del mar. Y sin saber por qué, sintió un temblor que, en medio de la inmensidad y la fuerza, le dijo que el amor y la pasión existen.

viernes, 2 de agosto de 2013

LA CASA por EZEQUIEL MIERE

    Me interesó aquella historia de fantasmas porque cuando se me ofreció la casa el asunto aun estaba tibio. La alquilé por las dos semanas que durarían mis vacaciones, contra toda expectativa de la inmobiliaria, y le pedí expresamente que se evitara cualquier llamado o visita que perturbe mi retiro, pues bien sabía yo que allí la inquietud más urgente no era saber si el grifo funcionaba o si era mullida la cama, sino si me mantendría vivo, especulación que me tenía sin cuidado porque llevaba treinta y dos años ejerciendo invicto aquella responsabilidad en la gran ciudad, donde las probabilidades de morir en un fonavi de barrio Ludueña ni se comparan a las de una casucha abandonada de la costa.
    Llegué el lunes primero de agosto a las veinte horas, bajo las primeras sombras de una noche deliciosa, empapado por las aguas de una tormenta ridículamente oportuna.
    La puerta se quejó correctamente al abrirse, con el respeto que la situación ameritaba, pero me decepcionó la energía eléctrica, que funcionó perfectamente, encendiéndose cada foco de cada habitación con una claridad insultante.
    Fui recorriendo los espacios uno por uno. Primero la sala de estar, luego el comedor, la cocina, el baño, la alcoba. Tras ninguna de las puertas me sorprendió ningún aparecido.
    Me acosté temprano, aludiendo a la oscuridad y al murmullo de la lluvia para propiciar un buen clima que me permitiera vivenciar alguna de las sabidas irregularidades de la casa, pero cansado por el viaje, me quedé inmediatamente dormido.
    Por la mañana no pareció haber sucedido nada fuera de lo común. A las ocho ya estaba yo repasando los recortes de periódicos que había reunido sobre el tema, en el comedor, mientras comía un sándwich de queso y me tomaba a sorbos un café amargo.
    Inauguré mi diario de viaje con la siguiente anotación: “Martes dos de agosto de 2010. Aun nada.”
    Por la tarde recorrí la playa y junté caracoles. Apenas cayó la noche volví a la casa y me entretuve unas dos horas buscando compartimentos secretos en las paredes. Tras la infructuosa empresa prendí el televisor y en algún momento me quedé dormido en el sillón de la sala, con una empanada a medio comer en la mano. Cuando me levanté a la mañana siguiente, no tuve la necesidad de ponerme los zapatos.
    La segunda anotación de mi diario de viaje reza: “Miércoles 3/8. Nada.”
    Un cadete llegó ese mediodía con un absurdo manojo de catálogos, cortesía de la inmobiliaria. Se mostró nervioso y casi huyó cuando le di las gracias, lo que me estimuló un poco. Luego llamé a la inmobiliaria para quejarme.
    Pasé la tarde comprobando la sonoridad del parquet y constatando que cada puerta y ventana estuviera a plomo y tuviera sus bisagras bien engrasadas.
    Cerca de las veinte horas, aburrido y sin hambre, me tiré en el sillón de la sala a hojear los catálogos. Me interesaron particularmente una cabalgata de medio tiempo por unas sierras nevadas y un museo de animales disecados. Las subrayé prolijamente con un bolígrafo. Vi la final de la copa UEFA por televisión sin el menor sobresalto. Cerca de medianoche puse la alarma del despertador a las seis, para poder llegar con buen tiempo a la cabalgata.
    A la mañana siguiente escribí: “Jueves 4/8. Lluvia torrencial. Ni cabalgata ni caracoles.”
    El resto del día me la pasé mirando televisión y hablándole a los cuartos vacíos. Nadie contestó. Antes de las diez de la noche ya estaba en la cama.
    No recuerdo haber anotado nada el viernes siguiente, ni el sábado. El domingo creo que garabateé algunos dibujos y mencioné que el museo de animales disecados era un timo.
El lunes se me ocurrió dejar un vaso de agua en el centro de cada habitación y así lo hice. Luego me fui a la cabalgata.
    He descubierto que una cabalgata es una experiencia estimulante para el espíritu, pero que los vasos de agua no estimulan a espíritu alguno. Esa misma noche tiré el diario de viaje a la basura.
   El martes Boca perdió la final de la Copa Sudamericana contra el Inter de Porto Alegre, el miércoles conté cuatrocientos treinta y siete caracoles juntados y tiré más de la mitad porque estaban rotos. El jueves por fin nevó en la costa y saqué fotos. Tengo una muy bonita de unas olas rompiéndose contra unos riscos y otra con un San Bernardo. La del San Bernardo me costó treinta y cinco pesos.
El viernes leí los recortes de diario en voz alta, varias veces, con lapsos de tres horas entre uno y otro. También recordé que llevaba conmigo una medallita de la Virgen de Itatí y la fui a enterrar en la arena, porque intuí que pudiera ser contraproducente a mi intento de contactar con fantasmas.
    El sábado fue quizá el día más divertido porque pasaron una maratón de Padre de Familia por la Fox. Afuera nevó terriblemente.
    El domingo catorce de agosto, a la mañana, busqué mi medallita de la Virgen pero entre tanta nieve no pude encontrarla. Luego pedí un taxi.
    Caminé doscientos metros hasta la avenida costera, deteniéndome de a ratos, para mirar la quietud de la casa, cada vez más consumida por la nevada y la distancia. Ya desde la ventana del taxi era indefinible.
    El conductor me preguntó cómo pude rentar un lugar así. “Ni me lo mencione –le dije-, es una experiencia que no le recomiendo a nadie.”