Me interesó aquella historia de fantasmas
porque cuando se me ofreció la casa el asunto aun estaba tibio. La alquilé por
las dos semanas que durarían mis vacaciones, contra toda expectativa de la
inmobiliaria, y le pedí expresamente que se evitara cualquier llamado o visita
que perturbe mi retiro, pues bien sabía yo que allí la inquietud más urgente no
era saber si el grifo funcionaba o si era mullida la cama, sino si me
mantendría vivo, especulación que me tenía sin cuidado porque llevaba treinta y
dos años ejerciendo invicto aquella responsabilidad en la gran ciudad, donde
las probabilidades de morir en un fonavi de barrio Ludueña ni se comparan a las
de una casucha abandonada de la costa.
Llegué el lunes primero de agosto a las
veinte horas, bajo las primeras sombras de una noche deliciosa, empapado por
las aguas de una tormenta ridículamente oportuna.
La puerta se quejó correctamente al
abrirse, con el respeto que la situación ameritaba, pero me decepcionó la energía
eléctrica, que funcionó perfectamente, encendiéndose cada foco de cada
habitación con una claridad insultante.
Fui recorriendo los espacios uno por uno.
Primero la sala de estar, luego el comedor, la cocina, el baño, la alcoba. Tras
ninguna de las puertas me sorprendió ningún aparecido.
Me acosté temprano, aludiendo a la
oscuridad y al murmullo de la lluvia para propiciar un buen clima que me
permitiera vivenciar alguna de las sabidas irregularidades de la casa, pero
cansado por el viaje, me quedé inmediatamente dormido.
Por la mañana no pareció haber sucedido
nada fuera de lo común. A las ocho ya estaba yo repasando los recortes de
periódicos que había reunido sobre el tema, en el comedor, mientras comía un
sándwich de queso y me tomaba a sorbos un café amargo.
Inauguré mi diario de viaje con la
siguiente anotación: “Martes dos de agosto de 2010. Aun nada.”
Por la tarde recorrí la playa y junté
caracoles. Apenas cayó la noche volví a la casa y me entretuve unas dos horas
buscando compartimentos secretos en las paredes. Tras la infructuosa empresa
prendí el televisor y en algún momento me quedé dormido en el sillón de la
sala, con una empanada a medio comer en la mano. Cuando me levanté a la mañana
siguiente, no tuve la necesidad de ponerme los zapatos.
La segunda anotación de mi diario de viaje
reza: “Miércoles 3/8. Nada.”
Un cadete llegó ese mediodía con un absurdo
manojo de catálogos, cortesía de la inmobiliaria. Se mostró nervioso y casi
huyó cuando le di las gracias, lo que me estimuló un poco. Luego llamé a la
inmobiliaria para quejarme.
Pasé la tarde comprobando la sonoridad del
parquet y constatando que cada puerta y ventana estuviera a plomo y tuviera sus
bisagras bien engrasadas.
Cerca de las veinte horas, aburrido y sin
hambre, me tiré en el sillón de la sala a hojear los catálogos. Me interesaron
particularmente una cabalgata de medio tiempo por unas sierras nevadas y un
museo de animales disecados. Las subrayé prolijamente con un bolígrafo. Vi la
final de la copa UEFA por televisión sin el menor sobresalto. Cerca de
medianoche puse la alarma del despertador a las seis, para poder llegar con
buen tiempo a la cabalgata.
A la mañana siguiente escribí: “Jueves 4/8.
Lluvia torrencial. Ni cabalgata ni caracoles.”
El resto del día me la pasé mirando televisión
y hablándole a los cuartos vacíos. Nadie contestó. Antes de las diez de la
noche ya estaba en la cama.
No recuerdo haber anotado nada el viernes
siguiente, ni el sábado. El domingo creo que garabateé algunos dibujos y
mencioné que el museo de animales disecados era un timo.
El lunes se me ocurrió dejar un vaso de
agua en el centro de cada habitación y así lo hice. Luego me fui a la
cabalgata.
He descubierto que una cabalgata es una
experiencia estimulante para el espíritu, pero que los vasos de agua no estimulan
a espíritu alguno. Esa misma noche tiré el diario de viaje a la basura.
El martes Boca perdió la final de la Copa Sudamericana contra el Inter de Porto Alegre, el miércoles conté cuatrocientos
treinta y siete caracoles juntados y tiré más de la mitad porque estaban rotos.
El jueves por fin nevó en la costa y saqué fotos. Tengo una muy bonita de unas
olas rompiéndose contra unos riscos y otra con un San Bernardo. La del San
Bernardo me costó treinta y cinco pesos.
El viernes leí los recortes de diario en
voz alta, varias veces, con lapsos de tres horas entre uno y otro. También
recordé que llevaba conmigo una medallita de la Virgen de Itatí y la fui a
enterrar en la arena, porque intuí que pudiera ser contraproducente a mi
intento de contactar con fantasmas.
El sábado fue quizá el día más divertido
porque pasaron una maratón de Padre de
Familia por la Fox. Afuera nevó terriblemente.
El domingo catorce de agosto, a la mañana,
busqué mi medallita de la Virgen pero entre tanta nieve no pude encontrarla.
Luego pedí un taxi.
Caminé doscientos metros hasta la avenida
costera, deteniéndome de a ratos, para mirar la quietud de la casa, cada vez
más consumida por la nevada y la distancia. Ya desde la ventana del taxi era
indefinible.
El conductor me preguntó cómo pude rentar un
lugar así. “Ni me lo mencione –le dije-, es una experiencia que no le recomiendo
a nadie.”