Sábado de Semana Santa. Tarde de partido de Central.
Sola, tomo mi sillón amarillo y me voy a la playa en
la bella Mar del Plata. El sol y un viento a veces intenso del sureste acaricia
mi piel, dándole estímulos a mis pensamientos. Una bruma empieza a llegar del
mar y va desdibujando los edificios costeros, mi mirada también desdibuja ese
mar que me atrapa, me envuelve, me apasiona. ¿Por qué? Empiezo a bucearme
respuestas.
Ese ir y venir de las olas me mece, me lleva a mi
interior. Tal vez a mi yo más profundo. Tal vez rescato esas sensaciones de esa
etapa irrevelada de mi flotación en el líquido amniótico, cuando todavía el
vientre materno era el muro contra todos los dolores.
O ese flotar de yodo y sal de la atmósfera que acaricia
la piel, se mete en sus poros, la hace dorada, brillante, tersa, joven, atrapa
en ella los elixires de la eterna juventud.
Tal vez ese constante venir y volver de las olas a la
playa sea como un minutero que me da el ritmo del tiempo latido, vivido,
atrapado, perdido. O sus espumas que se esfuman en la arena sea la vida que se
difunde en desvanecimientos.
Busco el horizonte ¿Existe? Esa unión de azules, azul
de cielo, azul de mar ¿es verdadera? ¿es ilusión? Siento que el horizonte es la
vida misma, esa que vivo y observo, esa que late o que atrapo, esa que alcanzo
y pierdo, esa que parece un horizonte y es una utopía a la que quiero llegar y
sólo me sirve para caminar como dice Galeano, esa que tengo cercana y que se
aleja.
Esa sensación de infinitud viva del agua salada
moviéndose por siglos de igual manera, fiel a los designios de la luna, con una
fidelidad sagrada a las mutaciones y los ciclos, con una constancia sin
quiebres, con una permanencia de siglos, me envuelve. Tal vez quisiera meterme
para siempre en esa infinitud, ser yo en un mundo eternamente mío, ser
alta, soberbia, perfecta como Alfonsina
quiso, para merecer esa fidelidad y fundirme en esa infinitud.
Empiezo a caminar entre las dos escolleras, ahí donde
las olas terminan y la arena es la cuna permanente del agua. Me gusta que en
intervalos armónicos las olas me lleguen, me atrapen, me anuncien que el mar es
mío, que se deshagan en mis pies, me hagan cosquillas con las espumas
desarmándose. Es el placer de tenerlo, de ser yo y él. De que esa inmensidad se
me haga pequeña y mía. ¿Egoísmo? ¿Necesidad de fundirme en él?
Levanto una conchilla. Gastada por la fuerza sin
desmayos del agua. Con la cicatriz de la vida que una vez portó.
Transformándose en arena para continuar con el designio de su existencia. Al
tocarla siento su energía de ser. La aprieto fuerte, le doy mi energía, como si
la vida en ese momento se redujera a ella y yo, a esa conchilla tal vez de vida
lejana, tal vez de existencia centenaria, tal vez de futuro diferente…
Levanto un pequeño canto rodado. Esmeradamente liso de
un lado, mostrando orgulloso cómo el mar lo moldeó. E inesperadamente marcado
del otro, como si hubiera estado aferrado a un acantilado, a un coral, a un
fondo y el mar con su poderío lo arrancó y me lo trajo ufano a la playa.
También me dio su energía, también lo apreté fuerte y le di la mía.
Puse conchilla y piedra en la misma mano, los metí en
mi puño cerrado, les pedí un deseo y fuertemente los lancé al regazo del que
vinieron.
El mar, su movimiento, su inmensidad, su sin fin… fue
mío, sólo mío. Con toda su carga que siempre me embelesa.